Cuando salí de Cuba
Cienfuegos se veía triste. Un gran número de amigos ya había emigrado hacia el exilio y los que quedábamos no teníamos el permiso de nuestros padres de alejarnos del patio de nuestras casas. Había un ambiente gris en el aire y las calles se hacían más solitarias cada día; entraba el verano del 61, pero ni aún con él llegaba la alegría a nuestros corazones de niños. Ya no sentíamos el delicioso olor a libertad y teníamos nuestro oprimido pecho por cárcel.
Aquel año del 61 había sido traumático para Cuba y para todos nosotros. Fue el año en que Fidel intervino las fincas, los medianos y pequeños negocios y los colegios privados. Los hermanos Maristas habían abandonado la isla dejándonos a merced del ocio y la tristeza que producía el no tener contacto diario con nuestros compañeros de escuela. Fue también el año de la invasión de Bahía de Cochinos y el momento de decisión para cientos de miles de cubanos en cuanto a dejarlo todo atrás y partir hacia tierras desconocidas sin saber cuándo se regresaría a la patria que nos había dado la vida.
En nuestra casa -- “Korea” -- no se hablaba de política ni se mencionaba para bien o para mal el nombre de Fidel Castro, quien había pasado por Cienfuegos un 3 de enero de 1959 en su lento desfile triunfal hacia La Habana. Yo lo conocí y le di la mano en la mañana que llegó con sus barbudos cargados de rosarios y pañueletas de la virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. El sol de aquellos días, como decía la introducción del himno de la revolución, parecía brillar más; el cielo era, sin duda, más azul y en nuestras almas rebozaba el entusiasmo patriota. Niños y adultos, ricos y pobres conformaban ese pueblo que arroyaba por las calles al son del pitorreo y los gritos de libertad. Había caído el tirano.
Al igual que cada verano, nos preparábamos para pasar las vacaciones en la playa. Aunque Varadero no parecía ser la solución para nuestro depresivo estado de ánimo, era, con creces, mejor que quedarse en Cienfuegos, donde a cada momento nos revisaban, nos vejaban y nos insultaban; queríamos abandonar nuestro pueblo lo más pronto posible.
El 20 de agosto de aquel año me levanté temprano sin saber que sería el último día que pasaría en “Korea”, la moderna casa que mi padre había construido y donde había pasado los últimos cinco años de los once que llevaba de vida, los mejores de mi niñez. Fue el primer hogar de mi hermana y, aunque entonces no me daba cuenta, un miembro más de nuestra familia. Al frente de “Korea” vivía Orlandito Cápiro, mi mejor amigo; el Cienfuegos Yatch Club – nuestro segundo hogar – nos quedaba a tres cuadras. La urbanización Punta Gorda era nuestra ciudadela, donde no había peligros y solo existía felicidad.
Ese día me aventuré a dejar la casa en mi inseparable bicicleta muy conciente del peligro físico que corría de caer en manos de la “chusma”, como le decía mi abuela Carmelina. Esa “chusma” eran los vecinos del Barrio Boneval, donde tenía muchos amigos que asistían a la escuela pública. Allí vivían “Pipo” y “Alex”, los hijos de nuestro jardinero y “El Guajirito”, el hijo del carbonero, con quien montaba caballo. Eran niños iguales a mí, lo único que no podía ir a Los Maristas ni entrar al club. Compartí con ellos gratos momentos que aún mantengo en mi memoria como un tesoro que jamás me podrán arrebatar, a menos que pierda la mente.
La madre de “Pipo” y “Alex”, por ejemplo, hacía -- para vender -- unos ricos “durofríos” de tamarindo que cambiábamos por botellas vacías, las cuales tenían un valor monetario. Cocinaba ricos trozos de carne de puerco que, a falta de nevera, guardaba en unas latas llenas de manteca. Cuando visitaba su casa y llegaba la hora del almuerzo, “Panchita” (que así se llamaba), sacaba de la manteca unas cuantas masitas de puerco y las freía en una especie de budare. Por alguna razón que jamás descubrí, el puerco que nos cocinaba Juana en “Korea” no tenía el mismo sabor que el que cocinaba “Panchita” en el Barrio Boneval.
El esposo de “Panchita” pasó una larga temporada en el sanatorio de tuberculosos de Topes de Collantes gracias a una “vaca” hecha por mi padre y otros vecinos donde el jardinero prestaba servicios antes de enfermar. Luego de haber superado la enfermedad y de regresar “encartonado” a Cienfuegos, se reincorporó a sus cotidianas labores. Al llegar la revolución fue nombrado jefe de un centro revolucionario de vigilancia que luego se convertiría en un CDR (comité de defensa de la revolución). A pesar de haber sido siempre una persona callada y muy servicial, un día se nos apareció en “Korea” vestido con el uniforme verde olivo de miliciano. Llevaba una metralleta “checa” y unas polainas que usaba la Guardia Rural del derrocado dictador Batista. Llegó formalmente a inventariar la casa. Anotó en una planilla cuántos cuartos había en ella y quienes la habitábamos. Era una labor innecesaria, puesto que aquel hombre sabía de sobra cuántos cuartos tenía la mayoría de las casas en Punta Gorda y se conocía los nombres de todos nosotros de memoria. No sería la última visita que recibiríamos de miembros de la milicia revolucionaria, cada una motivada por una razón diferente.
Aquel día, el jardinero – y ahora líder revolucionario -- partió intempestivamente de “Korea” no sin antes dejar una “orden” para que mi padre se presentara al día siguiente en “su oficina”, ubicada debajo de la mata de mango que había sembrado “Panchita” en su modesta casa de Boneval. Fue la última vez que lo vi y después de eso, ya no se me permitía jugar con “Pipo” y “Alex”. No solo extrañaba su compañía, sino los “durofíos” y las masitas de puerco que nos hacía “Panchita” acompañada de “chatinos” (tostones) y abundante “arroz con gris” con yuca y mucho mojito.
Por aquellos días de agosto del año 61, la gente de Boneval llegaba a Punta Gorda en grupos de a veinte o treinta. Se paraban frente a nuestras casas y gritaban consignas revolucionarias cargadas de amenazas. Eran siempre las mismas caras; Orlandito Cápiro me dijo un día que había visto a “Pipo” entre los que gritaban improperios en contra de nosotros. Afortunadamente jamás hubo una agresión física, pero todos teníamos el temor de que algún día aquella violencia dejaría de ser netamente verbal. Era imposible para mí, entonces, encontrar un vínculo entre estos facinerosos y la revolución cubana, la cual sería verde como nuestras palmas y liderizada por Fidel Castro, quien tenía como sagrada misión, completar la obra de nuestro padre y apóstol, José Martí.
Eran las 6 de la mañana cuando salí de “Korea”. Entré como pude por la clausurada entrada del ahora “intervenido” club y me dirigí a la abandonada casa de botes, donde me había citado con mi amigo Miguelito Marcoleta, con quien compartía nuestra primera novia, Gloria María Portela. En un escondite y a buen resguardo, teníamos una caja de cigarrillos que se envolvían en papel amarillo, marca “Partagás”. Teníamos la intención de montar en nuestras bicicletas hasta el pueblo para visitar a Gloria María, quien aún no sabía que era nuestra novia. Ese día le diríamos que la queríamos y que tendría que escoger a uno de nosotros dos.
Con la intención de planificar aquella muy particular declaración de amor, procedimos a prender sendos cigarrillos, pero la reunión fue abortada cuando el sereno que la revolución había puesto en el club se presentó con Sofía Montero, la “manejadora” (la nana) de mi hermana. Sofía llevaba órdenes que regresara inmediatamente a “Korea”. Tras obtener de ella la seguridad de su silencio en cuanto al cigarrillo que aún echaba humo desde el suelo, me monté en mi bicicleta y partí a toda carrera hacia la casa. De aquel momento solo lamento el no haberme despedido, para siempre, de mi amigo del alma, Miguelito Marcoleta.
El dueño del “Progreso Cubano”, almacén que nos traía los víveres a la casa antes de ser intervenido por la revolución, tenía una guagüita VW que había logrado mantener bajo su propiedad. Al llegar a “Korea” vi el vehículo metido dentro de nuestro garaje con medio cuerpo fuera. Noté que la guagüita estaba siendo cargada con nuestros televisores, camas, cacharros de cocina, ropa y todo lo que en ella cupiera. No entendía la razón por la cual nos estábamos mudando. Aquella operación se repitió varias veces aquel día hasta quedarse la casa totalmente vacía. Luego, ya fuera de Cuba, supe que aquellos cacharros y muebles fueron repartidos entre antiguos empleados de mi padre y algunos amigos que dejábamos atrás.
Mi hermano mayor estaba enterado de todo lo que estaba a punto de suceder, sin embargo, mi hermana y yo no teníamos la más mínima idea de lo que estaba pasando y cuando pedíamos información nos daban una explicación vaga.
Para nuestro inmenso asombro, aquella noche vi a mi padre reventar frenéticamente los “waters” y lavamanos de nuestra adorada “Korea” y por si fuera poco, con un bate de pelota reventó una lámpara “Chandelier” que era el orgullo de mi madre, la cual colgaba estratégicamente en el medio del cuarto de ambos; mi asombro era absoluto y total y algo me indicaba que tenía que guardar silencio; esa misma noche sacaron todos los aparatos de aire acondicionado y los metieron en la guagüita del “Progreso Cubano” y también se los llevaron abruptamente de la casa. Se estaban preparando para abandonar nuestro hogar, pero quien quiera que se adueñara de él, se encontraría con la destrucción total.
“Korea”, no solo se estaba desmoronando, sino que el responsable era su propio constructor y su mayor amante: ¡mi padre! Esa misma noche la dejamos atrás, triste e inválida con un lisiado brazo en alto pidiéndonos a gritos, en vano, que no la dejáramos ahí sola... que la lleváramos con nosotros, cualquiera fuera nuestro destino, cualquiera fuera nuestra suerte... Así murió, para nuestra familia, “Korea”, justamente 6 años después de haber nacido y de haber sido testigo de tantas navidades, de tantos cumpleaños, de tantas fiestas y ratos felices.
A las once de la noche abordamos el carro mi padre, mi madre, mi hermano, mi hermana, nuestro perro pequinés “Chato” y yo. Supuestamente nos íbamos para Varadero. Nadie se alegró; nadie dijo nada. Nos fuimos de Cienfuegos aquella triste y fatídica noche del 20 de agosto de 1961; había vivido en ella cuatro mil quince días, casi todos, llenos de una absoluta felicidad; tomamos la vía de la derrota y enfilamos rumbo al inimaginable exilio, el cual, al menos, duraría cuarenta y tantos largos años... si es que no más.
En el trayecto que duró unas cuantas e interminables horas, se nos habló del itinerario real de aquel viaje. No iríamos a Varadero. Al igual que muchos de mis amigos, dejaríamos Cuba en un barco que zarparía para España. Por alguna extraña razón me transporté al triste día cuando mis padres me dijeron que ya era grande y que tenía que saber que los “Tres Reyes Magos” no existían. Era, tal vez, la segunda gran noticia seria -- de gente grande -- que recibía en mi inocente vida de niño. Una vida que hasta aquel día, transcurría bajo una seguridad absoluta. Era imposible imaginarme entonces, la vicisitudes que comenzaría a experimentar al día siguiente y por muchos años. Nuestras vidas estaban a punto de cambiar radicalmente y para siempre… después de aquel viaje por carretera a La Habana, nuestras vidas serían, sin duda, diferentes.
Llegamos a la ciudad capital de La Habana, donde vivía mi abuela materna; allí desapareció por completo mi padre. Una sola diligencia recuerdo haber hecho con mi mamá y era la de visitar a un veterinario amigo quien nos dio un certificado que aseguraba que nuestro neurasténico pequinés, “Chato”, era “callejero” y por lo tanto tenía el derecho de abandonar la isla; los perros de raza significaban divisas para Fidel y no tenían el permiso para salir de Cuba.
En casa de mi abuela Petra había un grupo de unas 15 personas, todas desconocidas, quienes abordarían el barco junto a nosotros. Luego me enteré que eran “contrarrevolucionarios” perseguidos por Castro que estaban huyendo de Cuba. De haberse enterado el G-2, tanto mi abuela como mis padres hubieran sido detenidos y seguramente sentenciados a largas condenas de prisión. Corrimos todos inmensos peligros entonces, pero más tarde – mientras crecía – fui aprendiendo que existe un sentimiento solidario entre hermanos de lucha que está por encima de la vida misma. No sería la última vez que expondríamos la seguridad colectiva de nuestra familia en pro de la recuperación de la patria.
El día 23 de agosto de 1961, es decir, tres días después de dejar Cienfuegos, día de mi cumpleaños número once, nos montamos, primero en un barquito de unos 50 pies de eslora y luego en un destartalado y horripilante buque llamado "Marqués de Comillas", el cual tenía bandera española y debía llevarnos a España haciendo escala en la isla de Curazao y Venezuela.
Ante aquella emocionante aventura no entendía por qué lloraban todos. La travesía entre el puerto y el barco duró apenas unos minutos, pero se hicieron siglos en mi corazón. Fue, tal vez, el momento más dramático y triste del éxodo. Sobre las olas picadas del mar de agosto, aquella mañana del 23, una mujer de nuestro bote comenzó a cantar: “Oh María, madre mía… ¡Oh consuelo del mortal! ¡Amparadnos y guiadnos, a la patria celestial…!” Fue entonces cuando me aferré a mi madre y dejé que el llanto se adueñara de mis sentimientos.
Cuando llegamos al barco llegó una lanchita del G-2 y oímos cómo llamaban a mi padre mediante el uso de un megáfono. Afortunadamente el capitán del buque se negó a entregarlo alegando que él se encontraba ya en territorio español; más tarde nos enteramos que el jardinero de “Korea”, a quien mi padre había ayudado a curar su tuberculosis en los hospitales de Topes de Collantes, se había metido por los huecos donde habían estado los aparatos de aire acondicionado de la casa y había visto el desastre dentro de la vivienda; como todos los que abandonan el país están obligados a entregarle al gobierno hasta los ceniceros, el jardinero consideró patriótico y revolucionario delatarnos ante el G-2. Por designios del destino y gracias al capitán español, mi padre se salvó de una condena de 30 años y nosotros de tener que quedarnos en aquel infierno.
Una vez seguros bajo el resguardo y protección de aquel valiente capitán español, mi madre se arrodilló ante nosotros y condujo lo que sería la tercera gran conversación de gente grande de mi vida. Los acontecimientos se estaban sucediendo con una rapidez impresionante; mi hermano y yo nos estábamos haciendo hombres abruptamente. Fue ahí cuando me enteré que mis padres eran “contrarrevolucionarios” y debo confesar hoy que me sentí profundamente avergonzado por ellos, pues en mi mente de niño no encontraba, entonces, algo peor que ser “contrarrevolucionario”. Menos mal que nos íbamos del país, pensé, porque no era muy agradable vivir en Cuba teniendo unos padres “contrarrevolucionarios”.
Mi madre me abrazó con fuerzas al tiempo que repetía una y mil veces que Fidel era un hombre malo que no quería a los niños cubanos, que no quería a Dios ni a la virgen de la Caridad y que por eso nos íbamos de Cuba. Recuerdo aquella dramática confesión como si me la hubiesen hecho en la mañana de hoy. Era como ponerme a escoger entre Fidel, nuestro “libertador” y las deidades religiosas que me habían enseñado a venerar desde que tenía uso de razón. No fue nada fácil. Aquella conversación de gente grande me obligaba a reconsiderar los más elementales valores que se habían alojado profundamente en mi mente.
Mientas más intentaba separarme de mi madre más me apretaba ella. Sus lágrimas ensuciaban mi ropa de estreno comprada por mi abuela para el viaje. Fue la primera vez que sentí rechazo por alguien y tuvo, precisamente que ser mi madre a quien rechazaba. No era posible que aquella figura heroica, gigantesca, de aquel hombre que se tomó el tiempo de darme la mano mientras todo un pueblo lo aclamaba, se derrumbara así como así, sobre la cubierta de un viejo barco español y ante la indiferentes miradas de cientos de pasajeros que luchaban por subir sus maletas a bordo.
"El Marqués de Comilla" era un antiquísimo buque con muy poca capacidad para pasajeros, sin embargo, sacaba de Cuba a casi cuatro mil personas; a pesar de que teníamos camarote, el mismo era muy pequeño, caluroso y pegado al cuarto de máquinas que producía un ruido insoportable, infernal y espantoso. Mi hermano y yo resolvimos ubicarnos en uno de los botes salvavidas. La noche de mi décimo primer cumpleaños la pasé durmiendo en la proa de uno de estos botes salvavidas tomado de la mano de mi hermano mayor sin saber si rezar o recitar el himno del “26 de Julio”.
Al día siguiente, muy temprano y bajo una tenue llovizna, comenzamos la travesía hacia el exilio. Fue la primera vez que sentí deseos de quedarme. Ausente de sentimientos, levanté la vista y contemplé la ciudad de La Habana: blanca, alta… en total silencio.
El viejo barco era remolcado por dos barquitos pequeños parecidos a las potalas que abundaban en la bahía de Cienfuegos. Los familiares de los pasajeros que quedaban en Cuba se habían alineados todos en las riveras del puerto de La Habana y nos despedían con pañuelos blancos que agitaban tristemente en el aire. El llanto era el factor común y contagioso en ambos bandos. Imperaba un impresionante silencio que le daba libertad al viento del mar para hacerse notar. Entonces, sin previo aviso, alguien en el barco echó un vibrante y desgarrador grito de "¡VIVA CUBA LIBRE!" y en tierra comenzaron a cantar el himno nacional. Podré vivir mil años y perder la memoria, pero aquella mañana del 24 de agosto de 1961, siendo probablemente las seis de la mañana, bajo las brumas de una tenue llovizna, jamás será olvidada.
“Al combate corred bayameses, que la patria os contempla orgullosa; no temáis una muerte gloriosa, que el morir por la patria es vivir…” Era la primera vez que me detenía a oír nuestro himno, que más que himno es una marcha de guerra que incita a la batalla. Pensé en la muerte, en el orgullo de esa patria que nos contemplaba mientras salíamos a batallar. No era posible saberlo entonces, pero nos esperaban no pocas batallas que enfrentaríamos sin miedo sabiendo que de morir en ellas viviríamos eternamente en el corazón de quienes quedaran detrás.
Era imposible saber, aquella mañana del 24, que llegaría a tener cuatro hijos y que estos nacerían fuera de aquella tierra que poco a poco se nos alejaba hasta desaparecer para siempre de nuestros ojos para permanecer para siempre en nuestras almas. ¡Viva Cuba Libre!, una y otra vez gritaban nuestros padres hasta que comprendí que Cuba, aún, no era libre… pero que lo sería algún día y, en parte, para eso nos alejábamos de ella.
Aquella mañana del 24 de agosto de 1961, me hice cubano.
Capitulo final del libro
“Memorias de Cienfuegos”
de Robert Alonso